La Puerta se Abre
Por Karla Gunz
Son las dos con
seis minutos, eso marca el reloj en la pantalla de Julia. Ella es una mujer
exitosa, a sus treinta y uno es dueña de una empresa de marketing digital y
publicidad, la inició junto con un par de colegas, pero con el tiempo y varias
disputas de por medio quedó solo ella. Julia tomó un sorbo de su café negro, ya
tibio, amargo. Sostuvo la taza por un rato, como si esperara a que se enfriase,
finalmente la dejó sobre el plato de porcelana y siguió escribiendo.
Una idea nada brillante,
pero así es como le suceden las mejores, comienza escribiendo tonterías y
después de llenarse las venas de cafeína e insomnio, la creatividad fluye. Una
campaña para mejorar la imagen de una empresa que sufrió un escándalo por sus
niveles de azúcar en sus alimentos. Normalmente Julia pide a sus becarios que
generen lluvia de ideas, y entonces comienza el trabajo, pero los chicos
estaban de vacaciones en la universidad y el proyecto tenía que presentarse en
una semana.
Julia tomó un
pastelito de chocolate que estaba sobre la mesa y lo observó con detenimiento,
intentando encontrar algo que le diera una pista. Al girarlo, la superficie
grasosa del pastelillo se resbaló de los dedos de Julia y terminó en el piso de
madera. Julia se agachó para tomarlo y al momento de levantarse, le pareció ver
una sombra pasar frente al escritorio. Inmediatamente se incorporó. Frente a
ella había un ventanal que daba a un patio, más allá del patio unos arcos que
daban a otras recámaras. La casa de Julia parecía un poco a aquellas casa de
pueblo, con techos altos, paredes frías y ruidosas. Julia había tomado una casa
antigua y la había restaurado, había reemplazado el estilo mexicano antiguo con
un estilo más moderno, estilo contemporáneo con detalles masculinos, sillones
en piel oscura, pisos de madera, muebles simples y costosos con corrientes y
nombres grabados en placas de metal. Las paredes estaban llenas de cuadros
llenos de color, de contraste y de significado. Toda la casa era una obra de
arte. Una casa que Julia decidió no compartir con nadie más que consigo misma.
Julia de pie frente
a la ventana, recorrió con la mirada todos los extremos, buscando algo inusual,
algún movimiento, quizá un gato. El ruido de los grillos se hizo más intenso, o
por fin le prestó atención. Los sentidos se agudizaron, y buscaron un motivo,
un pretexto para utilizar el botón de pánico que siempre quiso presionar Julia.
Había contratado una alarma que supuestamente alertaba a la policía
silenciosamente, y en cuestión de un par de minutos, éstos aparecerían para
atender cualquier tipo de emergencia. Julia extendió su mano, dejando unos 50
centímetros entre el control de la alarma y ella. Pasó bastante tiempo y los
nervios de Julia se tranquilizaron. La necesidad de emoción y aventura a veces
llevan a Julia a pedir situaciones conflictivas en su vida, era una necesidad
que había detectado en su cita habitual con su psicóloga.
El silencio, los
grillos y la respiración de Julia por fin volvieron en sí. Julia, aún con el
pastelillo en la mano, se sentó en su silla reclinable. Puso el pastelito en la
mesa y éste cayó de lado, un extremo tenía las marcas de una mordida. Julia
soltó un grito y se paró de golpe. La silla salió disparada hacia el librero
detrás de Julia.
Las manos se le pusieron frías, se congeló
por completo, no podía moverse.
Una
de las puertas del fondo se abrió, dejando entrar una luz cálida, como si
dentro de la habitación hubiera un sol radiante de media tarde, más que una
lámpara. Julia no podía más que abrir los ojos a tope y forzar su respiración.
De la habitación salió una niña pequeña, con una pelota amarilla en brazos. La
niña corría y brincaba por el pasillo del patio. Rebotaba su pelota una y otra
vez. Una sombra se proyectó en la puerta de la habitación iluminada y salió
unos instantes después un sacerdote acompañado de una mujer con vestido negro y
largo. La mujer habla un instante con el padre, éste la toma del brazo y se
despiden. La mujer abre la puerta de la entrada y sale a la calle.
Julia
estaba inmóvil, no podía mover un solo dedo, los cabellos en su frente vibraban
con el viento, pero sus músculos no le respondían.
La niña seguía
botando su pelota, contra una pared del lado derecho del pasillo, en el otro
extremo el sacerdote despide a la mujer con un gesto y cierra el herraje de la
puerta principal, después la puerta de madera, y la cierra con doble llave. La
niña toma su pelota y la vuelve a lanzar contra la pared. El sacerdote, de unos
cuarenta y tantos, toma la pelota en el vuelo y la pone detrás suyo, con una
expresión de molestia. La niña apenada cambia su semblante, que hasta ese
momento era radiante como la de cualquier niño. La niña toma los bordes de su
vestidito y los pone entre sus piernitas, con la cabeza mirando hacia el suelo,
dice algo pero Julia no alcanza a escuchar qué es. El sacerdote le grita cosas
y le muestra su pelota. La niña asiente y comienza a llorar, sin levantar la
carita. El sacerdote se inclina hacia la niña y le toma del hombro, la sujeta
de una forma que ningún niño debería entender. La niña baja aún más la cabeza.
El hombre le toma la barbilla y la levanta para encontrarse con los ojos de la
pequeña. Le muestra la pelota y le hace una pregunta. La niña asiente
torpemente, parece que sus mejillas están mojadas. El hombre toma la mano de la
niña y la lleva hacia la puerta de la luz. La niña camina a regañadientes, ella
entra primero. El hombre voltea hacia el patio, barre el espacio con la mirada,
y por un instante ve en dirección a Julia. El hombre se gira nuevamente y pone
la mano que sujeta a la niña sobre su pene. No se ve la niña, únicamente la
mano. El hombre se acaricia con la mano de la niña y la suya. La puerta se
cierra lentamente, el hombre la empuja con la pierna. La puerta se cierra.
Julia no puede
parar de llorar. De coraje, de rabia, de impotencia. Recupera el control de su
cuerpo, y se deja caer al piso. Se pone la mano en la boca sin entender
completamente lo que acaba de presenciar. Se incorpora y toma el control que
llama a la policía, y entonces ve nuevamente el pastelillo, está intacto, sin
marca alguna, únicamente la del golpe contra el suelo. Julia abrió un documento
de texto en su computadora, y escribió a modo de cuento lo que acaba de
experimentar.
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