Día de campo

–¡Gonzalo! dile a tu papá que baje las chamarras, está comenzando a hacer frío. Voy a estar junto a los árboles de allá. – Dijo Estefanía, una mujer joven, de unos treinta y tantos. Viste unos pantalones de mezclilla clara hasta la cintura, una camisa holgada de botones color rosa pálido. El cabello castaño claro se tiñe de dorado con los rayos del sol a contraluz.

La luz de la tarde se pinta de anaranjado con tonos rojos y morados, el filo de los árboles, las plantas y objetos tiene un contorno casi mágico, las esporas en el aire se hacen visibles, como miles de mariposas diminutas que lo cubren todo.

Gonzalo, un chiquillo de siete años, con sus botitas vaqueras, sus pantalones de mezclilla y su camisa alusiva a los vaqueros de las películas, una pistola color plateado brillante se asoma de una funda que cuelga de su costado izquierdo. Le queda bastante incómoda, ya que está diseñada para diestros, y Gonzalo nació en el lado incorrecto del planeta, donde viven los derechos, él tenía que haber nacido con los demás izquierdos, o eso pensaba él. 

Gonzalo corre para probar su velocidad, sortea varios grupos de personas en sus sillas, con sus asadores, sus hieleras, sus botellas de cervezas amargas e intomables que suelen empinar como si en sus vidas hubieran bebido nada. Había olor a carne asada, carbón, tortillas y guacamole.

El padre de Gonzalo está platicando en un volumen exageradamente alto, de temas que parecen aturdir a Gonzalo ya que no entiende absolutamente nada. Gonzalo se acerca corriendo y se estampa contra la pierna de su padre. Este lo recibe con un abrazo y luego con un caluroso y tronador sape cabecero.

–¡Qué pasa campeón! ¿Qué andas haciendo? ¿Ya saludaste a tu tío Ramiro? – Dijo su padre. Su tío Ramiro era la viva imagen de Santa Claus, pero con el bigote negro como gusano quemador. Su tío tenía la barriga más grande que Gonzalo hubiera visto. Los botones de la camisa de cuadros se aferraban con todas sus fuerzas para contener tal volumen abdominal. Ramiro se sonríe a Gonzalo y le pone la mano, símbolo universal de un "dame esos cinco". Gonzalo reunió todas sus fuerzas y golpeó esa mano para demostrar lo fuerte que se había convertido. También dejó salir un grito de macho, sólo para sonar un poco más rudo.

–¡Eso es todo compadre! Casi me arrancas la mano. – Dijo Ramiro con una voz grave y cálida. – Mira mijo, allá anda Luis, tu primo, está jugando con los niños de allá. Es más o menos de tu misma edad, creo que es más chico. ¿Cuántos años tienes?

– Siete– Respondió enseguida Gonzalo.

–Ándale pues, pues mijo tiene cinco y medio. Ve a saludarlo y vayan a jugar un rato en lo que empieza la fogata. 

Tal fue la emoción de conocer a su primo que olvidó por completo el mensaje de su madre. Corrió hacia el grupo de muchachos donde se encontraba el niño pequeño. Los niños grandes, de unos doce estaban jugando con piedras en un círculo, intentaban golpear una piedra grande que se encontraba en el centro. El niño pequeño luchaba por atraer la atención de los grandes pero éstos parecían disfrutar ignorarlo. Le hacían toda clase de juegos de palabras para hacerlo sentir que estaba jugando, cuando en realidad se estaban burlando de él. Gonzalo se dio cuenta y le dice al pequeño.

–¿Luis? Ven, tengo algo más chido que enseñarte.

Luis, un niño flaquito, más chaparro de lo normal, con zapatos muy limpios, nariz respingada, y ojos de un color que parecía entre gris y azul. Siguió a Gonzalo y caminaron lejos del grupo.

Gonzalo llevó a Luis hasta la camioneta de su padre, una camioneta grande, con caja en la parte posterior. La puerta del piloto estaba abierta. Luis se paró justo detrás de Gonzalo. Gonzalo se metió detrás del asiento. La cabina estaba caliente aún por el sol de la tarde, tenía un olor a fango y a metal. Sacó de debajo de un asiento un saco largo. Se giró a ver a Luis y con una seña le pidió que se acercara en silencio. Como si eso fuese necesario. El grupo de personas más cercano estaba a unos diez metros, y no prestaban el más mínimo interés.

Gonzalo tenía entre sus manos un pedazo de tela largo, parecía como una mochila pero muy larga y floja. Gonzalo mete la mano y saca algo que parece un rifle. Luis había visto alguno en películas, y en juguetes, pero nunca uno que pareciera tan real.

–¡Wow! ¡Está bien chido! – dijo Luis.

–Es mío– Mintió Gonzalo.

–¿Sirve? – Preguntó Luis.

–Claro que sirve, pero no está cargado. – respondió Gonzalo.

– ¿Puedo verlo? – Extendió las manos Luis.

– Está bien, pero ten cuidado, si le pasa algo mi papá me mata.

Gonzalo deja la mochila a un lado y le pasa el rifle. Era un Henry de acero con mango de madera, de 1865. Una reliquia familiar, su padre lo había heredado de su abuelo, había estado siempre en la parte más alta del armario de sus padres, en realidad era la primera vez que podía tocarlo. Por un momento se creyó la fantasía de que el rifle era de hecho suyo, que su padre se lo había dado en un acto de honor. Le había dicho unas palabras y le había palmeado el hombro.

Luis apenas y podía con el peso del arma. Con mucho esfuerzo se colocó en posición. El cañón estaba pesadísimo, tenía que hacer mucho esfuerzo para mantenerlo arriba.

–Gonzalo, ¿Dónde están los abrigos? – Dijo una voz femenina detrás de Luis.

Luis se asustó, gritó mientras daba un brinco hacia atrás, tropezó y cayó de pompas.

El grito de Luis, la caída, el rifle, el rifle cayendo al suelo. Gonzalo cayendo de espaldas. El grito de Estefanía. El llanto de Luis. Estefanía corre hacia Gonzalo y lo carga. Gonzalo abre los ojos y no los vuelve a cerrar.

El sol ya se mete en el horizonte, la luz naranja desaparece y ahora se pinta de gris. 




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