El Espectador 2

EL ESPECTADOR
El ritual
Por: Karla Günz
E
l prefería los cuchillos pequeños, las incisiones precisas y detalladas, casi como si se delineara la piel con tinta roja. Tranquilamente los colocó en la bandeja, uno a uno; por tamaño, con el filo apuntando hacia el norte. Todo era simétricamente perfecto e impecable. Utilizaba guantes para no contaminar sus tesoros, con la suciedad de ella. Cada uno de esos cuchillos contenían una parte de su ser y no debían pertenecer a nadie más. Fríos y relucientes, la sensación de tocar el fino metal era excitante, simplemente sublime. Sostuvo frente a sí el más pequeño, levantándolo a la altura de su frente, viéndose en el reflejo de la cuchilla. Su nueva adquisición. Sonrió.
Terminó de acomodar las herramientas. Salió de la habitación, cerrando con llave inmediatamente. Caminó por aquel pasillo, sus zapatos impecables rechinaban en el mármol. Sólo un par de luces iluminaban el final del camino. El olor a madera vieja y mojada entraba lentamente por la nariz de Tomás. Justo debajo de una de las lámparas se encontraba una gran puerta de madera, de estilo antiguo y con detalles tallados en el contorno. Tomás saco sus llaves, seleccionó la más grande y la introdujo cuidadosamente en el cerrojo. Entró a la habitación, iluminada con velas únicamente. Ella, amarrada a una silla, lo estaba esperando.
Una sensación de horror y placer invadió el cuerpo de Tomás, se acercó a ella. La ropa mojada le definía las curvas femeninas y perfectas de una forma sumamente perturbadora, mientras que él apenas contenía las ganas de abalanzarse sobre ella y destrozarla. Tomás sintió la lujuria en la sangre concentrándose en su pecho, quemándole las entrañas, transformándose finalmente en ira. Un trueno lo sacó de aquel trance. Sacudió la cabeza, y se dirigió al sillón que se encontraba en un rincón del otro lado del cuarto. Se sentó ahí, a esperar.
La noche lluviosa le traía tantos recuerdos. Tomás era un hombre apuesto, educado y bien vestido. Las gotas golpeando en la ventana lo hipnotizaban, quitándole por un segundo la pesada carga de conciencia. Y es que todos esos años había perfeccionado su técnica, siendo cada vez más silencioso, más atento, más delicado. No soportaba los errores, no podía dormir pensando en aquellos cortes torpes y brutos que había realizado anteriormente. Se había precipitado por la ansiedad, pero ahora sería diferente. Ella era por fin, su obra maestra.      
Sacó de su abrigo un cigarro, lo prendió y lo colocó cuidadosamente en un cenicero. Tomás no fumaba, no porque no lo hubiera intentado, es solo que jamás encontró pasión de ninguna clase en el acto. Pero el humo, esa era otra historia. Delicadas formas y siluetas se fundían en aquella fuente incandescente y sensual, delimitada cruelmente por una línea negra, que recorriendo tranquilamente el cigarro, amenaza con exterminar con todo a su paso, sin prisa. La ceniza le recordaba tanto los cuerpos inertes, retorciéndose, perdiendo forma y color, finalmente desplomándose y llenando de porquería el mundo. Permanecer ahí, lo ayudaba a desarrollar su paciencia, a controlar sus emociones asquerosamente humanas.
El merecía ser un dios, él tenía el poder y el derecho de tomar la vida de impuros para transformarla en algo bellamente infinito. Su madre tenía que entenderlo, ella lo acariciaba por las noches diciéndole lo bello y perfecto que era. Después de un tiempo, cuando su padre desapareció, las caricias y las palabras bonitas se convirtieron en gritos y golpes. Maldita impura, pensó Tomás. Apretó los puños y la quijada fuertemente, dejándose llevar por la sensación. Después de meses de planeación, Tomás logró aislar a su madre, excluyéndola de cualquier contacto humano, asegurándose de que nadie la buscara. Una noche, mientras ella se bañaba, Tomás siendo un adolecente alto y apuesto, entró con ella. La madre estaba ebria, y besó a Tomás, sujetándolo de las mejillas le dijo.
-           Amor mío, ¿Dónde estabas?  
Tomás sintió que una daga fría le atravesaba el pecho, rompiéndolo en mil pedazos. La abrazó con todas sus fuerzas, cada vez más, ella intentó soltarse, primero empujándolo, después golpeándolo, retorciéndose hasta que finalmente su cuerpo cayó en el suelo de la regadera, sin vida.
Tomás soltó una carcajada. Una sensación de alivio y venganza. Qué bella piel tenía ella, pensó.
Robaba para comer y para pagarse gustos, amable con los vecinos jamás despertó sospechas. Años después, cobró la herencia de su abuelo materno, argumentando que había vuelto después de muchos años, pues se encontraba estudiando medicina en el extranjero. Y sí estudió medicina, pero fue ahí mismo, con libros e instrumentos de su padre, medico cirujano. Tomás consiguió falsificar papeles y así se hizo de un quirófano completamente equipado.
 Asechaba mujeres solitarias, aquellas que jamás se notaría su ausencia. Mujeres sucias y aparentemente inocentes. Era el precio que tenían que pagar por su altanería y egocentrismo, creerse las mejores, las más bellas, creerse libres de culpa. Estudiantes destacadas, solas. Trabajadoras dedicadas, pero siempre solas. Hermosas todas ellas, con piel tersa que merecía ser purificada.
El arte estaba en encontrarlas vulnerables, volver de su espacio personal un infierno, entrar en el lugar donde se sientan más seguras, para quitarles absolutamente todo. Cuidadosamente, como el cigarro, consumir  lentamente su vida.   
La última figura de humo de aquel cigarro se extinguió. La lluvia seguía cayendo. Se escucha un ruido, Tomás gira la cabeza hacia donde está ella.
Sofía despierta.

Comentarios

  1. ¿Has considerado escribir cuentos? Eres muy buena!! Y estaría súper padre! :)

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

El observador

Sólo hazlo.

Día de campo