El Capitán E.

Hace unos meses, un capitán salió muy temprano en un bote de remos. Era de noche aún, cuando lo vieron salir del muelle. Llevaba poco en cubierta, dijeron. Vestía su traje de gala, su sombrero negro y su saco blanco reluciente. Con los remos, poco a poco salió a mar abierto. 

Es extremadamente raro ver un capitán haciendo un trabajo físico. El capitán de aguas saladas era muy bien conocido por sus hazañas. Había desarmado ya a más de una decena de flotas piratas. Los pescadores y mercaderes de la zona le tenían especial aprecio. A pesar de su gran tamaño y de sus rasgos toscos, su amabilidad y respeto hacia su tripulación fueron conocidos en toda la costa sur. 

Era un hombre de pocas palabras. Su mirada usualmente lo decía todo. Una pequeña señal con sus ojos azules y no tenía que emitir sonido alguno. Pocas personas fueron las que sostuvieron una conversación con él. Se decía que era un hombre sumamente culto, tranquilo y sabio. Un estratega de guerra, con dotes en la política, pero el interés, eso le faltaba, pocas cosas le generaban curiosidad, parecía aburrido por absolutamente todo, los asuntos del mundo especialmente. Hombres de la realeza en ocaciones venían a pedirle palabras, a veces se encontraban con la puerta del camarote, a veces sólo veían el muelle vacío y un letrero que decía -Hoy es un buen día para navegar, nos vemos pronto, si el clima y la marea nos lo permiten, Atte: El Capitán E. 

El capitán tenía unos cuarenta y tantos. Su piel, áspera y arrugada por la sal y el golpe del sol de tantos años, le hacía ver por lo menos diez años mayor. Su cabello, aunque abundante, presentaba ya bastantes canas. Su barba estaba llena casi en su totalidad por ellas.

Poco se sabía del capitán. No se le conocía ningún familiar. Algún hombre de repente le acompañaba un trago en su camarote, pero eran visitas muy extrañas, hombres con turbantes y con lenguas lejanas. Las mujeres en el puerto más de una vez intentaron seducirlo, sin éxito alguno. Los ojos del capitán eran inmunes a los encantos de la juventud de aquellas muchachitas. 

Eran alrededor de las tres o cuatro de la mañana cuando se escucharon las botas del capitán. Un sonido reconocido por aquellos que frecuentaban el muelle. Era el único que tenía un clavo en la bota del pie izquierdo. Nadie sabía exactamente porqué, pero le daba a su andar un ritmo muy característico, casi en cualquier lugar podía distinguirse la presencia del capitán.

El capitán preparó un bote de remos que estaba debajo de unas cuerdas. El bote solía tener pintura blanca, el nombre en el costado en negro, con letras ilegibles ya. Aún con capacidad para flotar, el bote fue cargado con un par de sacos de piel, unas cuerdas y el capitán subió a bordo. Silencioso y con la calma que lo caracteriza, el capitán salió del muelle sin despertar a nadie. El mar estaba muy tranquilo, poco oleaje y una brisa suave acariciaba el rostro del hombre. 

La luna, aún iluminaba las aguas oscuras. El único ruido que se escuchaba era el de los remos, entrando y saliendo del agua. A unos cuarenta minutos, el capitán finalmente se detuvo, se veía ya muy lejos la luz del pueblo. Subió los remos y se sentó en la madera, frente a los sacos de piel. Abrió uno de ellos con suavidad. Sacó de él un pedazo de papel. Un lienzo con un dibujo de carbón. Lo colocó cuidadosamente a un costado. Escarbó un poco y sacó una pipa de madera oscura. El capitán soltó una carcajada y aventó la pipa al mar.  Una pistola, un par de balas, una bolsa de pólvora y viejo un reloj salieron también de esa bolsa. De una segunda bolsa, un poco más grande y llena que la anterior sacó algunos portaretratos llenos de polvo y tierra, un collar, una peineta, un espejo con bonitos arreglos en el mango, un pañuelo de seda y finalmente un guante con huellas de haber sido quemado. El capitán sostuvo el guante por largo tiempo. Los dedos pasaron una y otra vez por las costuras, las formas y los orificios causados por el fuego. A veces sutilmente, a veces lo estrujaba con fuerzas, como exprimiendo algo de él. 

Por último, una tercera bolsa. En esa bolsa tenía un libro. El capitán sostuvo ese libro y éste se abrió en una página específica. Había dentro una rosa muerta hacía mucho tiempo ya, aplastada por el peso se las palabras. El capitán acarició la rosa, y sin más, sus ojos se llenaron de lágrimas. Las palabras del libro se diluyeron y mal formaron el papel, afectado por la humedad. Lloró con el pecho, con el estómago, con la garganta y con los dientes. Su llanto se transformó en gritos, en maldiciones en palabras de otras tierras. Los ojos del capitán voltearon al cielo, buscando ayuda, buscando consuelo. Sus labios, entreabiertos, temblaron por la desesperación, sin más palabras, su llanto se acabó poco a poco, dejando sollozos, finalmente suspiros. El resto de la bolsa quedó sin descubrir. El capitán tomó una piedra, la ató muy fuerte a aquella bolsa y la tiró a un costado de la balsa. Lo mismo hizo con las otras dos bolsas, las llenó nuevamente de las pertenencias y las amarró a otras dos piedras. Dejó consigo sólamente la pistola, el libro y el guante. Lo demás fue lanzado a las aguas negras, desapareciendo segundos después. 

El capitán prepara tranquilamente la carga de la pistola. Casi mecánicamente, colocó la pólvora, la compacta y seguido le puso la bala en el cañón.  La oscuridad de la noche comenzaba a atenuar. Algunas estrellas en el horizonte comenzaban a retirarse. Las olas empezaron a hacerse más grandes y a mover la balsa de un lado a otro. El capitán tomó la pistola y la puso en su sien. Mirando al cielo, sudando, llorando tomó un suspiro grande y tiró del gatillo. 


No sucedió nada. Ningún estallido. Solo el ruido del martillo, sin accionar absolutamente nada. El capitán no pudo hacer otra cosa más que comenzar a reír, una risa ahogada en ironía, enérgica y casi molesta. Se recostó en la balsa, viendo el resto de las estrellas que aún brillaban en el cielo. Levantó su mano y en forma de una pistola la colocó en su cabeza, apuntando con dos dedos. Hizo el movimiento con la mano como si se disparara. ¡Bang!



Fin

......

Un gran estruendo alertó a uno de los pescadores, que se alistaba ya para salir. El sonido de un balazo sin duda. Debió escucharse en todo el pueblo, pues muchos hombres se levantaron pensando que se había desatado un enfrentamiento. No faltó mucho para que se dieran cuenta de la ausencia del capitán. La tripulación se organizó y zarparon en su búsqueda, en la dirección que el pescador les indicó. Un marinero gritó desde lo alto de uno de los mástiles. 

-¡Ahí hay algo! ¡parece una balsa! - gritó el marinero. 

El barco se puso a un costado, pasaron junto a ella y soltaron unas sogas para inspeccionar. La balsa estaba completamente vacía. Tenía remos, algunas pertenencias, unas sogas y unas piedras, pero no había rastro de nada más. Uno de los marineros bajó a la balsa y la revisó minuciosamente. A un costado de la balsa estaba la madera rota, había un agujero de bala. El marinero revisó por todas partes, buscando sangre, cabellos, algo. No había nada. 


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