El Viaje de las Palabras



   Una palabra no significa nada por si misma. Porque una palabra no significa nada si no hay alguien que le de la importancia, que la cargue de su significado, que la haga sentir entendida, relevante, y existente. Los caracteres flotan en lo absurdo, sus formas curvas y rectas, sentencian a muerte la libertad de solo existir. Cargados de responsabilidades asignadas a sus símbolos. 

  La mente humana es un territorio ya domesticado por las palabras. Como caballos entrenados a correr tras un golpe del talón en las costillas. Condicionados hasta el punto de intentar darle sentido a aquello que no lo tendrá jamás. El lenguaje no es otra cosa que la encriptación de un mundo lleno de posibilidades; encerrado, minimizado y cosificado para poder reproducirse a otros. Creemos entender el universo y sus reglas, sus sinergias, su belleza. Qué tontos y qué ilusos somos. 

   Y es que la palabra Atardecer no guarda los rojos, los magenta, los morados, los anaranjados. No atisba a las aves volando en el horizonte, las siluetas de los arboles danzantes, no guarda la nostalgia de la perdida, la esperanza del renacer, o el miedo a la oscuridad. ¿Dónde están las imágenes, los sentimientos y las dudas, ¿Dónde se esconde la vida de una palabra? ¿Qué sabemos realmente del mundo? No somos capaces de reproducir el olor de una flor en su mejor momento. Con qué palabra describimos el sonido de la vida de una persona cambiando por completo cuando se muere un ser querido. Ese sonido agudo que sólo la persona escucha; que sus oídos no alcanzan a percibir, pero está ahí, constantemente, ajustando la anatomía a las vibraciones de un mundo sin él o sin ella. Porque no hay palabras para expresar las caricias de una madre y su hijo al cruzarse por primera vez. Cómo se atreve la risa, a nombrar la amistad entre dos amigas más unidas que si fueran hermanas. La satisfacción de un beso en el cuello de dos amantes que hierven en pasión desbocada. El amor de un hombre honesto, sensible y humano hacia a su pareja del mismo sexo, se escribe igual que el de la novia que cubre su amplio historial sexual con un manto de falsa virginidad -para entrar en su vestido blanco de múltiples ceros-, a su novio adinerado, idiota, prepotente e infiel. 

   Las mejores emociones no tienen palabras equivalentes. Ni a su grandeza ni a su simplicidad; la palabra todo, miente pues no dice absolutamente nada. La palabra nada, al ser pronunciada, al ser escrita, rompe con el principio que intenta representar, por lo tanto, miente. Hay gente que habla mucho y no dice nada. Hay gente que con un silencio lo dice todo. 

   Maestros de las palabras, somos los escritores. Nos encontramos en el abismo de emociones y sentimientos, y nos sumergimos en ideas que con frecuencia nos cuesta trabajo entender. Hemos encontrado en el mundo de lo rígido, la posibilidad de soltar las riendas a los caballos, de dar libertad a los conceptos, dejamos en un plano flotante, posibilidades de navegación para peregrinos y soñadores. Entendemos que una palabra jamás será capaz de encerrar ni una pizca de nada. Por el contrario, las palabras son solo herramientas para llegar a un fin. Creemos que hay combinaciones, casi melódicas, rítmicas, que se abren paso en la mente, por sus distintos niveles, hasta que consiguen salir. Cruzan por la garganta y entran a los pulmones, se alimentan de su oxígeno, y llegan finalmente al corazón; motor de la gran máquina. El corazón puede ser apuñalado, amordazado y destazado con palabras en el orden correcto. Palabras que guardan cosas horribles, pesadas y venenosas que un escritor a saboreado en su imaginario, es alquimista de emociones y sentimientos. De igual forma, un buen escritor entiende que la belleza y el éxito del viaje al corazón está en lo complejo, en los contrastes, así que toma de entre sus palabras sensaciones de esperanza, de poder, de confianza y de felicidad para crear un coctel similar a la vida, nunca la vida misma, pero si la sensación de ella. 








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