La cita de las 5 y media
–Doctor, necesito ayuda– Dijo Martha.
–Para eso estas aquí, dime qué es lo que pasa. – Dijo el doctor, mientras se acomodaba sus gafas enormes con montura dorada.
–Doctor, temo que mi hijo se ha vuelto loco, o algo peor. Hoy en la mañana lo encontré hablando solo.– La mirada de Martha estaba clavada en sus manos, que se movían inquietas.
El doctor no pudo evitar hacer una expresión de incredulidad. Soltó una pequeña risa y contestó.
–Martha, tu hijo es muy pequeño aún, es normal que tenga amigos imaginarios. A muchos chicos les ayuda a sentirse escuchados. No es nada de que preocuparse, quizá solo necesita un poco más de atención, es todo.
–Doctor, usted no entiende. Mi niño habla de cosas que no tiene forma de saber. Sostiene una conversación como si fuera un adulto. Y cuando le pregunto con quién habla, parece no darse cuenta de que estaba hablando con nadie, me responde que sólo está jugando con sus carritos. Estoy asustada doctor, lo hablé con mi hermana y me dijo que ese tipo de comportamientos pueden ser síntomas de posesión demoniaca. No me gusta creer en esas cosas doctor, por eso vine con usted.
–Bueno, qué te parece si me traes al chico y le hacemos un estudio. Puede ser algún trastorno de personalidad múltiple, pero lo dudo bastante. No quiero dar un diagnóstico apresurado, no hasta ver al niño.
–Gabriel está afuera con mi hermana, ¿puede ser hoy mismo? No quería que escuchara esto, por eso no entró conmigo.
–Oh bueno, si ya está aquí por supuesto que sí. Déjame asegurarme de tener el tiempo suficiente para atenderlo– El doctor toma el teléfono, marca un número y dice– Hola, ¿Yolanda? Puedes revisar por favor si tengo cita a las 6, ¿canceló? Perfecto, no está muy bien, voy a tardarme un poco. Hay una señora con un niño en la sala de espera, el niño se llama Gabriel, ¿Puedes pasarlo por favor? Gracias.
La puerta de madera sonó un par de veces. Sin esperar aprobación se abrió. Entró una señora de falda larga color azul marino, tacones cuadrados, medias color carne, blusón blanco con un cuello adornado con tiras de tela, lentes de armazón grueso y una expresión de pocos amigos. Detrás de ella, un niño pequeño, moreno, de cabello castaño, ojos grandes y atentos, vestía un pantalón de mezclilla, una playera roja con el personaje de una película de dibujos animados, de autos, el personaje principal. La señora le entregó una nota al doctor, este la leyó e inmediatamente la guardó en el cajón debajo de su escritorio. La secretaria salió sin decir palabra, sólo dirigió una mirada al doctor, una que éste no estuvo seguro de haber interpretado correctamente, tenía tintes de incomodidad, de preocupación y quizá hasta de temor. El niño se sentó en la silla de la derecha, junto a su madre. Por su expresión, no tenía idea de qué estaba haciendo ahí.
–Hola Gabo, soy el doctor Lázaro, tu mami me ha platicado poquito de ti, ¿Cómo te has sentido últimamente? ¿Haz visto muchas caricaturas?
El niño volteó a ver a su madre, después clavó sus ojos en sus manitas, y con una voz apenas audible dice– No sé, supongo que si.
La madre le acaricia una de sus piernas para tranquilizarlo.
–A Gabito le gustan mucho los coches. Tiene toda una colección ¿Verdad hijo?
El niño asiente. Sus cachetitos se hinchan de un lado a otro, mientras el pequeño hacía muecas, sin levantar la vista, sus pies golpeaban las patas delanteras de la silla de madera. El doctor toma su bolígrafo y comienza a escribir en una hoja de su bloc de notas.
–Muy bien chaparro, ahora te voy a hacer unos exámenes rápidos, nada de que preocuparse, sólo te voy a pedir que me digas qué ves en algunas imágenes. Disculpa Martha, voy a pedirte que salgas unos minutos mientras le hago el examen a Gabo. No te preocupes, es únicamente de diagnóstico, no debe tomar más de veinte minutos– El doctor se incorporó y acompañó a Martha a la sala de espera.
Martha se sintió sumamente inquieta ahí en la sala. Además de su hermana y ella, habían otras personas esperando por su consulta. Una pareja de viejitos ojeaba una revista de viajes, intercambiaban comentarios sobre el clima de tal lugar, o la bella iglesia que visitaron en tal ciudad. Fueron llamados con la doctora del consultorio del fondo del pasillo. También estaba una chica, adolescente de unos doce años, se encontraba leyendo un libro con portada colorida, alguna ficción seguramente, traía sus audífonos puestos, por sus lentes, sus converse negros rayados con plumón, su coleta de lado y sus uñas pintadas en varios colores, y principalmente por su actitud, parecería que había sido mandada a uno de los psicólogos del piso. Martha la observó para intentar no pensar en Gabo, en su extravagancia, en las posibles respuestas a preguntas lógicas. Bien podría comportarse como cualquier niño, o podría decir una respuesta sumamente compleja que lo catalogaría como loco. Martha temía sobre cualquier cosa, que le prescribieran medicamentos, que tuviera algún problema en el cerebro que pudiera afectarlo de por vida. Y más allá de todos los miedos racionales, estaba aquel que le incomodaba al punto del vértigo. Esa voz, esa actitud de Gabo, si el doctor no encontraba nada, Martha se moriría de miedo de verlo otra vez hablando solo.
La puerta del consultorio se abrió rápidamente. El doctor Lázaro asomó la cabeza buscando a Martha, le pidió con una voz tranquila pero firme que entrara pronto. Martha tomó su bolso y caminó directo sin titubear. El niño estaba acostado en la camilla de revisión. Estaba profundamente dormido.
–Martha, espero que no te molestes, he inducido al niño a un estado de hipnosis. Me pareció un poco extraña su actitud frente a las imágenes que le presenté. Decidí hacerle una terapia de hipnosis, así su consciente no puede responder y puedo ver exactamente qué es lo que le sucede al niño. Te llamé porque francamente, jamás había visto nada similar. El nivel de comprensión de tu hijo es impresionante Martha. Su inteligencia es muy superior a la de su edad, pero por alguna razón el niño se siente intimidado, es como si fueran dos personas distintas. Creo que más que pensar en demonios y fantasmas, vamos a buscarle una escuela adecuada para él, necesita relacionarse con niños con sus capacidades, probablemente no ha encontrado la forma de comunicarse a su nivel, por eso ha inventado amigos. – El doctor se mostraba muy interesado en Gabo, como si acabase de descubrir a un genio. El nudo que se había generado en la garganta de Martha comenzaba a disiparse, entonces, Gabo comenzó a hablar, fuerte y muy claro. Ambos se giraron para verlo. El niño se había incorporado. Aún con los ojos cerrados pero su cabeza volteaba a ver a su madre.
–Ya has escuchado mamá. Sácame de esa escuela de niños estúpidos. Quiero tener más amiguitos, tal vez así no me aburra.– La voz del niño sonaba mucho más grave, más profunda de lo normal– ¿Porqué me trajiste aquí mami? ¿Crees que estoy loco? ¿Necesitas que alguien te lo diga? No mamá, no estoy loco, –giró la cabeza rápidamente para dirigirse al doctor– Doctorcito ¿Verdad que no estoy loco? Dígale a mi mamá que no me haga perder mi tiempo, no quiero volver a verlo ¿Me entendió? Si vuelvo, le aseguro que va a conocer lo que es la locura.
El doctor se acercó al niño, quien lo siguió con la cabeza. –Gabo, quiero que escuches mi voz, vas a despertar cuando la cuenta llegue a cero, diez, nueve, comienzas a despertar, ocho, siete...
El niño lanzó la cabeza hacia atrás, mirando al cielo y soltó una carcajada. –Doctorcito estúpido. ¿Crees que así puedes despertarlo? Gabo es mío, se va a despertar cuando yo lo diga, a la cuenta de diez, de mil o de nunca ¿Entendió?
–Seis..– Continuó el doctor – cinco, cuatro, tres, puedes sentir tus manos y tus pies, dos, uno, ya sientes el peso de tus brazos, de tus piernas, cero. Estás despierto.
El niño abrió los ojos, y sin saber qué había pasado volteó a ver a su mamá, después al doctor, ambos tenían una expresión de terror en sus caras.
Martha comenzó a llorar y abrazó a su niño. El doctor se quitó los lentes y se talló los ojos, dando vueltas por su consultorio. Se giró nuevamente a ver al niño y el niño tenía a su madre del cuello. Con ambas manos la tenía sometida. El niño tenía los ojos abiertos, y sonreía hacia el doctor. La madre tenía los brazos estirados hacia atrás, como si estuviera recibiendo una descarga eléctrica. En su rostro podía verse la falta de oxigeno, sus ojos hinchados y rojos, su boca abierta que no podía expulsar ningún sonido.
–Ya siento el peso de mis manos, Doctorcito. ¿Quiere sentirlo también? Mi mami no está muy cómoda con sus métodos, creo que no vamos a necesitarlo más...– La boca del niño se abrió como si estuviera gritando, su expresión cambió por completo, dejó salir un grito y su voz volvió a ser la de un niño– ¡Mamaaá!...
El niño soltó a su mamá. Se tomó las orejas y se puso en posición fetal. La madre cayó al piso y dejó entrar bocanadas de aire, entre llanto y gritos de terror. Martha se pone de pie y abraza a su hijo.
El doctor abre la puerta de golpe y le dice a Martha. –No vuelvas nunca, no quiero volver a verte, ni a ti ni a tu hijo, jamás. ¡Lárgate ahora mismo!
Martha cargó a su hijo, que seguía sujetando sus orejas, y salió del consultorio.
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